14 de diciembre de 2015

VIAJE AL SOL.

"Apártate, que me tapas el sol". Diógenes a Alejandro Magno.
 

Buscó el mismísimo Alejandro Magno a Diógenes, de enorme fama, del cual se reían por su rechazo a vida material alguna. 
Cuando le encontró desnudo y tumbado a orillas de un río, Alejandro Magno a lomos de su enorme caballo, le hizo la siguiente proposición:

"Tú, Diógenes el Cínico, pídeme cualquier cosa, ya sean riquezas o monumentos, y yo te lo concederé".

A lo que Diógenes contestó: "Apártate, que me tapas el sol".

Aquellos que iban con Alejandro Magno empezaron a reírse de Diógenes y a decirle que cómo no se daba cuenta de quién estaba delante de él. Alejandro hizo acallar las voces burlonas cuando dijo que "si no fuera Alejandro quisiera ser Diógenes".


De joven, casi de niño, el viajero se embarcó por una noche en un pesquero de bajura. Entonces conoció lo que significa generosidad, trabajo, frío, oscuridad e incertidumbre. Y miró al sol del amanecer con otros ojos. Como la luz que vence a la oscuridad y nos calienta el cuerpo helado tras una noche a la intemperie en medio del mar.

A cierta edad las experiencias se fijan como la tinta sobre un papel blanco. 

Pasaron los años y el viajero caminaba en busca del sol del amanecer. Iba acompañado con sus perros por las montañas más altas de su mundo. Sigue diciendo que su pueblo viejo es el más alto del mundo, por lo que es el primero en ver el sol de la mañana. Los que le escuchan saben que habla de su mundo, los otros son eso, otros mundos, como lo era la ciudad para el pastor de ovejas.

El pastor de ovejas viajó a Italia. El viajero le preguntó por los monumentos que había podido ver. El pastor le contestó que no había visto ningún monumento, pero que se había vuelto con un color, un color que no había visto nunca antes, el color dorado del trigo antes de cosechar.

El hijo del pastor era listo. Llamaron al pastor de ovejas desde algún colegio de la ciudad para decirle que el chaval tenía posibilidades y que se quedaría en la ciudad para seguir estudiando. Ese mismo día mandó a por su hijo y le hizo volver al pueblo. ¡Qué quieres, estudiar para acabar viviendo en una ciudad sin ver el sol! 

El chaval cambió los libros por las ovejas y no se le volvió a ocurrir mencionar los estudios por miedo a la cólera del padre.

El viajero intentó convencer a su amigo pastor y le habló de las ganancias de ver el sol con algo más de conocimiento. El viajero no pudo acabar la frase. El pastor le dijo: ¡no sé cuanto te pagan en la ciudad, pero debe ser mucho para que te pierdas ver amanecer y atardecer cada día. 

El viajero nunca ha vuelto a ver caer la tarde sin que le duelan aquellas palabras tan verdaderas.

La mujer del pastor enfermó y aquel hijo único había aprendido todo lo que merece ser aprendido. Cada día curaba las llagas que cubrían todo el cuerpo de la anciana enferma. 

El pastor le dijo al viajero que no se había equivocado trayendo a su hijo con las ovejas. Luego se dejó ir en cuestión de días porque viendo al hijo cuidar de la madre sabía que había llegado al destino del más importante de los caminos.

Los nietos del pastor fueron a la ciudad y aprendieron. 

Las montañas se quedaron solas sin nadie que mire cada día sus puestas de sol.

No quedan aprendices que tengan que apartarse para no tapar el sol a los marineros y pastores, los verdaderos sabios porque nunca empezaron un día de camino sin mirar al sol de la mañana.

Nunca es tan hermoso el sol como el día en que uno se pone en camino. Jean Giono en “Les Grands Chemins”.



 

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