VIAJE A LA POESÍA Entre las montañas, la poesía. Ella se empeñó en enseñarle todas las montañas siguiendo el curso de los grandes ríos. El destino siempre era acabar en una ciudad histórica a la caída de la tarde. Era muy pronto, iban de camino a las montañas y pasaron por un pueblo con nombre de negra ave. A la derecha, una gran iglesia medieval, a la izquierda un centro de información para montañeros. Ellos en medio de la carretera sin poder detenerse para llegar cuanto antes a la montaña. Era el pueblo donde acabó sus días la musa del poeta medieval. Al llegar por la noche a la ciudad histórica, el monte cavernoso del poeta, ella quiso entrar a través de las montañas y alcanzar las murallas del rio, el rio que lleva el nombre de la musa hasta el mar donde será escuchado, yo lo fio. "Elisa soy, en cuyo nombre suena
La musa, una mujer de la que se dijo “que allí nació en una isla/no digo más sino ser/una grande maravilla”; “para quien ojos tuvier´/ ¡oh mujeres, qué mujer!”; “Véngame mal sobre mal, /véngame lo que vinier´ /venga por esta mujer”; “Así quien se quiera bien /y cierto placer quisier´/huya de aquesa mujer”. La isla era San Miguel, una de las islas de las Azores, y es que la musa del poeta vino junto a su hermana Beatriz acompañando a la emperatriz portuguesa. Las dos hermanas se acabarían casando con el hermano del poeta medieval, un comunero al que el apellido le salvó del mismo destino que a Padilla. De camino a lo más alto de la ciudad hablaron con una bruja que les sorprendió como sorprenden los desconocidos que aparecen de la nada. Les dijo: a los hijos hay que volver a parirlos cada día, a los hijos hay que darles mucho cariño. Un poco más arriba se toparon con la estatua del poeta medieval. En aquella misma ciudad, el emperador
perdió a su emperatriz portuguesa, póstumamente retratada
por Tiziano con un fondo de montes lejanos, los que veía desde el
palacio de los últimos días, los mismos montes descubiertos
durante aquella mañana viajera. Cosas muy tristes para contar al
final de un viaje lleno de grullas, madroños, espliegos y romeros.
Los mismos romeros que con un poco de sal servían a los pastores
para curar a Don Quijote. Los mismos romeros que se vinieron en el maletero
a un jardín donde dan cura a los viajeros de montañas, ríos
y ciudades del pasado, los viajeros que vuelven a parir a sus hijos cada
día y les dan cariño. Yo lo fío, dice el poeta medieval
Garcilaso de la Vega desde su estatua.
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