EL VIAJERO. Geografía íntima.

VIAJE A UN ÁRBOL DE FLOR BLANCA

Un árbol de flor blanca que daba sombra, color y olor, pero sobre todo compañía.

Todo empezó …y se quedó callado, en un silencio interminable. ¿Qué quieres contar?

El viajero se había acomodado, ya no iba y venía, ahora le llevaban y le traían.

El viaje ya no era un viaje por hacer, era un viaje a rastras, un viaje sostenido sobre una especie de muleta. 

Cuando llegaron al pueblo colgado en la montaña del sur, un pueblecito blanco tantas veces andado, sintió un montón de recuerdos precedentes que se agolpaban. El pueblecito andado por el jovencito con algo de dinero y un coche. El pueblecito andado por el seductor caduco que sólo tiene historias. El pueblecito andado por el que sabe que se acaban los números de la calle. Esa calle con preciosos portales y pequeños números en los que se fotografiaba cada año, cada edad, cada número del portal, números, tiempos, menos tiempo por vivir.

Cuando llegaron al lugar de la bruja ella temía que ya no estuviese, pero estaba. ¡Vayan con Dios! El valor de sus palabras, el valor del contigo, sin ti, contra ti, a tu lado, sigue el camino.

Pero el viajero quería ver caer la tarde de invierno, quería robar más limones, quería adivinar el mar en el cercano horizonte.

Y ella le quería cegar los ojos a las miradas indebidas, quería cerrar las bocas y las manos de las que no eran ellas. Y el viajero, rebosante de vanidad, como todos los hombrecitos, resplandecía al saberse todavía algo seductor. ¡Qué ridículos los hombrecitos junto a mujeres que les ensombrecen! 

Caía la tarde y llegaba una cena en un lugar que olía a humo de leña y que tenía las paredes pintadas de cal. 

Escucharon flamenco a lo lejos, siguieron la pista, la pista tantas veces andada, entraron en el antro, les saludaron, les cobijaron, les ofrecieron mesa y vino, escucharon el flamenco que canta en casa la gente del campo, y se escaparon en silencio, a hurtadillas hasta el mar. Un mar oscuro y frio de invierno, un cielo lleno de luces.

Días después, ella le regaló un árbol de flor blanca que daba sombra, color y olor, pero sobre todo compañía. Siempre le regalaba algo así para recordar el primer día de primavera, el día que entra la luz por el ventanal central de una pequeñísima iglesia románica.
 

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