EL VIAJERO. Geografía íntima.

VIAJE A LA EXTREMA DUREZA

Aprender del pasado. Ellas son el agua que llega a la casa.

Ella era todo carácter, todo sabiduría, todo entusiasmo.

Ella era de una tierra que no se deshace entre las manos, que es piedra, una piedra amarilla y roja, una tierra de extrema dureza. Un lugar perdido donde las mujeres vestían de negro riguroso, las casas estaban encaladas y el olor a jara perfumaba todo el pueblo.

Ella llevó al viajero de la mano para descubrir aquel lugar, para andar entre las calles de arena esquivando mulas y cerdos, a andar sin ver porque el pueblo vivía en penumbra alumbrado por alguna solitaria farola. 

Ella quiso que el viajero viese a las mujeres lavar de rodillas en el rio sobre una tabla de madera o sobre la roca, frotando con gran fuerza la vieja ropa blanca con un jabón que olía a sosa y a aceite de verdadera aceituna. Posaban la ropa mojada sobre la hierba y la rociaban con cenizas que al mezclarse con la hierba se convertía en una lejía blanqueadora. El blanco de la ropa, el verde de la hierba fresca del rio, el marrón de los alcornoques, el blanco del pueblo al fondo, el gris de la montaña, el blanco y azul de un cielo de marzo.

Ella le llevó al pozo, a la fuente, al olor del barro de lo cántaros que atesoraban el agua de las casas. El agua que cargaban las mujeres, aquellas mujeres que hacían un manjar que llamaban leche guisada. Aquellas mujeres que zurcían la ropa vieja, que alimentaban el ganado, que recogían las aceitunas sin perder de vista a la chiquillería.

Ella le enseñó el camino para escapar de aquel paraíso buscando comida y el camino de vuelta con la sonrisa puesta del que no tenía nada y ha sobrevivido. 

Ella le enseñó que una mujer sólo podía ser su mujer si era todo carácter, todo sabiduría, todo entusiasmo, si sabía remangarse en un río y lavar la ropa blanca, si sabía convertir un poco de harina en leche guisada, si sabía recoger las aceitunas sin perder de vista a la chiquillería. Y si era todo aquello, era más, no menos, y que si algún día lo olvidaba y no lo sabía ver, no podría decir nunca que fue enseñado por ella.

Al final de cada verano vuelve el viajero a aquella tierra de extrema dureza. Ya no hay mujeres lavando en el rio, ya no hay un pozo al que ir a por agua, pero el viajero ya sabe ver leyendo las caras, y ve a mujeres que son más, no menos, y ve la gratitud de sus ancianos, de sus hijos … 

El patio de la casa que está detrás de la iglesia tiene un limonero que ha crecido a modo de parra. El suelo es de la misma piedra que sujetaba las pezuñas de los mulos. La calle que a ella le gustaba sigue llena de macetas de helechos bajo las vigas de madera de los soportales. Las ristras de pimientos rojos y verdes cuelgan de las viejas rejas. 

Ella era todo carácter, todo sabiduría, todo entusiasmo. Ella, ellas, todas ellas, son más, no menos, no llevan el agua, ellas son el agua que llega a la casa. El viajero de pelo blanco presume diciendo que fue enseñado por ella, todo carácter, todo sabiduría, todo entusiasmo.
 

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