EL VIAJERO. Geografía íntima.

VIAJE A DONDE FLORECEN LOS LIMONEROS.

Dice un proverbio portugués que el amor de un viejo es como una flor en invierno.

Seguramente esa fue la razón para que el viajero no aceptase el viaje a París y se fuese al sur, quizás porque los viejos temen al frio, el caso es que se fueron tan al sur como pudieron, hasta encontrar el mar.

El viajero sabía del significado de las flores. En especial por lo que decía Ossot “ese ángel es una flor pintada, una flor de la esperanza, una edelweiss”. “La legendaria edelweiss que cuentan tomó su color de la luna y es premio al riesgo, al honor, al mundo de los sueños y al amor”.

Las flores saben de música, de valses, “Wo die Citronen blüh'n!” (Donde florecen los limones), vals de Johann Strauss padre (op.364) que toma el nombre del poema de Goethe “Kennst du das Land wo die Zitronnen blühmen?"¿Conoces el país donde florecen los limones?" 

 “¿Conoces la tierra en donde florecen los limones?
De entre las hojas verdes brillan naranjas de oro.
Un viento leve sopla desde el cielo azul.
Tranquilo está el mirto, sereno el laurel
¿Lo sabes bien?
Ahí, ahí
quisiera contigo, oh amada mía, ir”.

A lo mejor no era una cuestión de flores, sino de amistad. Cuando se encontraron con el amigo filósofo y le dijo al viajero que le encontraba sanado del dolor, que no era un piropo hacia ella, sino un diagnóstico. Y cuando le dijo que debía ser práctico y no atarse por una ética siempre teórica.

El caso es que ella arrancó limones mientras trepaba por los montes y colocaba el sol de invierno en el centro justo de una bahía entre montañas. Y claro está en el centro de la mesa del chiringuito playero que les separaba. Veían el amanecer y las puestas de sol. Buscaban flores, limoneros, naranjos y flores tropicales que adornasen su pelo. Al fuego de una chimenea repleta de extraños hablaban de las arpas en las banderas celtas.

Llegaron a un pueblecito blanco perdido en el peñón de una sierra. Deambularon por las calles, visitaron la pequeña iglesia y llegaron al final del pueblo. Iban a volver por una vereda sobre el poblado, pero entonces pasó algo mágico. Apareció en un balcón una anciana de aspecto mágico. 

Apenas tenía voz, casi hablaba por señas. Se dirigió a ella y le advirtió que podía coger frio en el cuello, que se pusiese algo por encima. Alzó su mano con dificultad hacia su vieja boca para besarla y abrir sus dedos a la par. Estaba diciendo que ella era una flor a la que besar. Y con la misma mano indicó con la mano la vereda sobre el poblado y movió el brazo para decir que por ahí no, señalando con su otra mano la otra calle … la que pasaba por la iglesia.

Al viajero le vinieron a la cabeza las advertencias de Eugenia de Montijo a Napoleón III, así que intentó retomar la vereda a la espalda de la casa de la vieja mujer de aspecto mágico, pero volvió a aparecer y no se atrevieron a pasar.

Estaba a punto de caer la noche y ella no se conformó con todo lo visto, se dirigió por la carretera perdida que no aparece en los mapas y por fortuna llegaron al mar. Cenaron algo, contaron estrellas.

Y el viajero soñó aquella noche con la anciana de aspecto mágico. 

Ya de vuelta a su lugar, al frio, ella aprovechó el primer momento para llevarle a la montaña y bajar al viajero del coche en medio de una ventisca de nieve. Ella es así, de contrastes. Y el viajero gusta tanto de los limones como de los edelweiss. Y es que dice un proverbio portugués que el amor de un viejo es como una flor en invierno. 
 

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