EL VIAJERO. Geografía íntima.

VIAJE A UN MAR FLOTANTE

Eso es lo que sintió cuando llegó al mar flotante.

Ella le dejó comer unos bocadillos para mantenerle callado y sin quejarse mientras subían por la montaña más alta, la que lleva entre hayas doradas al nacimiento de un rio que muere a ritmo de fados y vinos viejos.

Las viandas tienen su historia, compradas a vuela pluma en un lugar donde sólo saben hablar de setas y de mantequilla para galletas, pero en todas las pequeñas historias hay dentro muchas grandes historias.

Al llegar a lo más alto, o lo que el viajero creía lo más alto, porque para ella el camino empezaba donde para él terminaba, cosas de la juventud, cosas de la edad, entonces ella le pidió que se detuviese. Le cogió de la mano y le enseñó un lugar que el viajero no podía ni imaginar. Delante de una inmensa pared de roca cortada, un pequeño mar que parecía flotar por encima de las montañas.

A veces uno empieza un rio por el final, cree haberlo visto todo y acaba viendo su primera fuente, la primera cascada, entonces uno descubre que no había visto nada, que todo está por descubrir, que todavía hay lugares que te ciegan, que te mantienen callado sin necesidad de bocadillos que tapen tu boca, manantiales que sólo se aprecian cuando se viene de la desembocadura. Decía el viajero que primero había que nacer viejo y luego ser joven. Eso es lo que sintió cuando llegó al mar flotante.
 

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