EL VIAJERO. Geografía íntima.

VIAJE A UN PEREJIL Y AL ÁRBOL DE LA VIDA, UN PRUNO MENTIROSO.

Buenos días, bienvenido a la vida, se responden el uno al otro. 

El viajero se había olvidado durante unos años de curarse una muela y la muela se acordó del viajero en pleno viaje. Quid pro quo.

Como las pastillas hacían poco, ella pidió perejil al camarero de enorme bigote, que lo trajo dentro de un gran vaso de agua. El buen hombre decía que nunca había oído que el perejil sirviese de remedio contra el dolor de muelas.

Ella separó una rama y coronó al viajero colocándolo sobre sus orejas. A continuación le colocó un trozo de perejil en la boca para consolarle de aquel terrible dolor de muelas.

Aquel viaje al mar siempre lo recodará el viajero con la boca llena de perejil, perejil en los bolsillos de la camisa, perejil en la mesa de los chiringuitos playeros.

Con perejil, no con laurel ateniense, se coronaba a los héroes espartanos. 

Con los años, ella también le coronó con olivo, como hacían en Olimpia. Un olivo que siempre se empeño en crecer alto y espigado como si fuese un alambre. Seguramente estaba en el sitio equivocado, rodeado de encinas gigantes, y huía hacia arriba buscando el sol.

Luego llegó el laurel, como en Atenas y en Delfos. Aquel laurel que troceaban los mayores y clavaban en la tierra, sin ningún cuidado, sabiendo que plantaban un árbol que no requería de carantoñas.

En las montañas llegó el pino, como en Corintio. No era el pino robado, que murió de sed, como muere todo lo que se roba a la montaña. Fue un pino libre que vivía en el lugar más frio de una montaña repleta de robles a los que un viajero inculto se empeña en llamar abedules. Realmente cada uno puede llamar a sus montañas como quiera.

El viajero decía que los héroes griegos también tenían su estatua, además de las coronas, pero ella le contestaba sin palabras, dejando caer sobre su cabeza perejil, laurel, pino y olivo, o llevándole de la mano a los conciertos de piano, siempre Mozart, a los recitales de boleros, o de tangos, o a los parques de la ciudad donde le volvía a coronar la cabeza con la primera flor silvestre.

Ella era sin palabras. Las palabras se las dejaba a las plantas, a aquel pruno que nació sin querer de las raíces de un árbol que cortaron porque se le ocurrió secarse no de sed, de aburrimiento. Luego supieron que era un pruno embustero que se hacía el muerto, porque cuando volvió la vida resucitó sin necesidad de agua ni de poda. 

El viajero decía que era el árbol de la vida de Gustav Klimt. Un árbol con cinco colores en cinco anchuras y profundidades diferentes. Los colores van del marrón oscuro en la base, que refleja la corteza de los árboles, y crece cada vez más liviano, y crece cada vez más liviano, y crece cada vez más liviano, y crece cada vez más liviano, y crece cada vez más liviano.

Todos ellos eran árboles agradecidos que nunca fueron cuidados, como ella, y de aquellos árboles nacieron las mejores coronas para el héroe viajero. 

Ella creía que aquel perejil curaba y el viajero no quería una estatua como las que se erigían a los héroes griegos tras coronarles con perejil, laurel, pino u olivo, quería ser un árbol de la vida, quería resucitar, como aquel pruno embustero que extiende sus flores hasta meterse en la cocina y dar todos los días al viajero un sonoro buenos días. Buenos días, bienvenido a la vida, se responden el uno al otro. 
 

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