EL VIAJERO. Geografía íntima.

VIAJE A UNA SONRISA CON SON Y RISA

Atravesando un “nemour” celta y una constelación de estatuas.

Ella debía de pensar que etimológicamente sonrisa venía de hacer unas risas al ritmo del son, quizás por eso le tenía siempre bailando y riendo.

Ella se había propuesto hacerle sonreír. Ya lo habían intentado en el país de las sonrisas, el paraíso del marketing, donde todo se vende con una sonrisa, da igual que sea un jabón, unos cereales para el desayuno, un refresco de cola, lo que sea, una sonrisa y ya está vendido. En aquel país lo intentaron y al pobre viajero le llegaron a meter los dedos en las comisuras de la boca para estirarlas a los lados y dibujar una sonrisa, pero nada, sin éxito.

Pero ella no se daba por vencida. Se había propuesto que el viajero bailase y sonriese. Ese paso, ese paso, el ritmo, el ritmo, pero qué hago yo enseñándote, seré tonta, con el peligro que tienes, risas, son, ritmo, más ritmo, estás guapo, pero sólo cuando sonríes, sonríe, sonríe … risas interminables.

¿Cuánto hacía que no se reía así el viajero?. Seguramente lo había olvidado. El viajero llevaba años perdido en la ética excesiva, se había sumergido en el mundo de la filosofía y se olvidó de que vivía en un cuerpo. Se preguntaba y se contestaba con recuerdos. ¿Una casa?. Un regalo en otra Castilla al otro lado de Europa, el regalo de una lavandera, el sacrificio de toda una vida lavando, el regalo a un hijo para compensarle por esas cosas que entonces tenían importancia. 

Un día el viajero se vio en una foto y no se reconoció. ¿Quién es este que sonríe?. Y entonces comprendió que aquella sonrisa tenía una dueña, que aquellos pasos de baile tenían una dueña, y siguió andando con su sonrisa puesta por la playa. Entonces ella le envió un mensaje desde muy lejos preguntándole por el tiempo ¿sol?. El respondió añadiendo una O. Al instante ella le contestó con un “nunca”.

Se fue andando hasta alcanzar la higuera, un árbol que el viajero venera porque no tiene flor y crece en lugares sin tierra, pero que da un fruto dulce.

Anduvo sin detenerse atravesando lo que él llamaba su “nemour”, que es una palabra celta que define un santuario de los árboles habitados por el dios de manantiales curativos. Anduvo con su sonrisa puesta hasta llegar a lo alto del acantilado, un prado que se asoma a un océano repleto de ballenas imaginarias. Un paraíso desde el que ver una bahía.

Allí vio a los que no tienen nombre y arrancan las flores, sólo las flores, los que luego las tiran sin pena cuando se secan, cuando ya no les entretienen con historias nuevas … Y se le quedó congelada la sonrisa …

Volvió andando sin sonrisa atravesando un espacio en blanco de hormigón, un camino sin luz que rodea de forma sinuosa las invisibles esculturas ya secas de historias. Y el viajero sin sonrisa se paseaba entre ellas, sabiéndose descubierto desde diferentes puntos, pero siguiendo sus rastros de luz, sin forzar sus ojos, y así alcanzar su destino sin esfuerzo. Aquellas estatuas secas eran parte de constelaciones, como si fuesen una prueba de cómo los viajeros utilizan las estrellas para guiarse desde la antigüedad y cuando han llegado se olvidan de mirar al cielo, se quedan con la sonrisa aprendida, y cierran los ojos a las flores secas, hasta que una flor única les hace forzar los ojos y ver que pueden sonreír y casi bailar.
 
 
 

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