EL VIAJERO. Geografía
íntima. |
¿A DÓNDE PUEDO
IR YO, UN PIANO DESAFINADO?
Joseph Roth. Wohin soll ich jetzt?.
Viajaban en trenes nocturnos gracias
a un bono de trenes que permitía ciertas extravagancias a unos entonces
jóvenes que preparaban una tesis sobre la caída del imperio
Austrohúngaro.
Nunca sabían el destino.
Elegían las ciudades por la sonoridad de su nombre. Alguna vez llegaban
a las fronteras y volvían. Se lo habían leído a Roth
y eso era bastante para pasar las noches en un tren vacío.
Lo hacían porque siempre
está por responder la pregunta con la que Roth cerraba sus novelas
¿a dónde puedo ir yo, un Trotta?. Wohin soll ich jetzt, ich,
ein Trotta?. La respuesta sólo estaba en un viaje con los ojos de
otro tiempo, hoy todos saben el destino, por eso no hay viajeros. Esto
fue un viaje al pasado.
Una vez dijo el viajero que lo hacían
porque sólo Roth sabía ver Viena con los ojos del exilio
y leyó “ "aquellas tardes fugaces, temerosas, teníamos que
precipitarnos para aprehenderlas antes de su desaparición". "Y me
gustaba, por encima de todo, sorprender su último reflejo, el más
dulce, en un café, donde se insinuaba todavía, tenue, como
un perfume".”
Joseph Roth (Brody, Imperio austrohúngaro,
2 de septiembre de 1894 - París, 27 de mayo de 1939) fue un novelista
y periodista austríaco de origen judío. Junto con Hermann
Broch y Robert Musil, uno de los mayores escritores centroeuropeos del
siglo XX.
Nació en los confines del
imperio Austrohúngaro, en Brody, en la región de Galitzia,
entre Polonia y Ucrania. Su familia era judía. Su padre les abandonó
antes de que naciese. Participó en la Primera Guerra Mundial y desde
entonces hablaba de la “pérdida de la patria”.
Después de la guerra, trabajó
en Der Friede y Der Neue Tag, en Viena. Al quebrar Der Neue Tag en abril
de 1920, se trasladó a Berlín, a trabajar en el Neue Berliner
Zeitung.
Su mujer padecía esquizofrenia
y fue confinada en sanatorios y otras instituciones desde 1929. Esto le
sumió en una profunda crisis emocional y le llevó a la ruina
hasta que le salvó su novela “La marcha de Radetzky” (1932).
En los años 1930 se convirtió
al catolicismo y lo justificó por su fidelidad a la olvidada monarquía
austro-húngara.
En 1933, con la llegada del nazismo
a Alemania, dejó Berlín y regresó a Viena. Sus obras
fueron quemadas por los nazis y deambuló entre Paris y Amsterdam.
Residió principalmente en París, en el número 18 de
la calle de Tournon. Allí su salud acabó de degradarse por
su alcoholismo. También vivió una temporada en Ámsterdam.
De 1936 hasta 1938 estuvo relacionado con la escritora en el exilio Irmgard
Keun. Casi toda su obra se escribió en los cafés.
Su mujer murió en aplicación
de las leyes eugenésicas nazis para eliminar enfermos mentales.
En otoño de 1938 sufrió
un infarto; en la primavera de 1939 fue internado en el Hospital Necker,
aquejado de enfermedad pulmonar. Murió en París el 27 de
mayo de 1939, al parecer consumido por el alcohol, sumido en el delírium
tremens. Fue enterrado en el cementerio Thiais, en la zona sur de París,
en una extraña ceremonia en la que, según los biógrafos
D. Bronsen y H. Kesten, se mezclaron judíos y católicos,
comunistas y monárquicos. En su tumba dice, simplemente, “écrivain
autrichien mort à Paris” (escritor austríaco muerto en París).
Muchos años después
volvieron a verse y recordaron sus viajes en trenes nocturnos. Ahora no
estudiaban historia, sino que la recordaban.
Estaban en una casa junto al mar
y bajo un ventanal había un Bösendorfer de finales del XIX.
Dijo el viajero que nunca estuvo
afinado, que siempre quiso afinarlo pero que nunca tuvo tiempo.
Realmente era un piano en el exilio
que quería vivir junto a un río. Aunque seguramente era al
revés, el río iba buscando los pianos. En todo caso era un
piano de otro tiempo. Un piano olvidado sobre el que seguramente había
colgado la foto de un emperador y cuyas teclas sabían de memoria
la marcha Radetzky (Joseph Strauss, 1848).
Sus colegas le dijeron que los pianos,
aunque viejos hay afinarlos.
Días después descubrió
que sus invitados habían afinado generosamente el piano.
Uno de ellos lo probó y había
quedado perfecto. Sonaba a otro tiempo, sonaba al recuerdo en el exilio
de Viena, “aquellas tardes fugaces, temerosas, teníamos que precipitarnos
para aprehenderlas antes de su desaparición". "Y me gustaba, por
encima de todo, sorprender su último reflejo, el más dulce,
en un café, donde se insinuaba todavía, tenue, como un perfume".
Al día siguiente vino un
camión de mudanzas y el viajero devolvió el piano a donde
siempre había querido vivir, un ventanal junto a un río.
(Ver
video)
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