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EL DESVÁN. 

EL RESENTIMIENTO NO TIENE CURA.

Gregorio Marañón y su Tiberio. "No, yo no me acuerdo de nada de lo que he sido."

De Gregorio Marañón (Madrid, 19 de mayo de 1887 - Madrid, 27 de marzo de 1960) hemos hablado varias veces, pero nunca hemos hablado de su Tiberio, en el que nos muestra la diferencia entre el resentimiento (un sentimiento social) y el odio y la envidia (sentimientos individuales). 

Tiberio es un hombre tímido que cuando alcanza el poder ejerce todo su resentimiento.

Marañón define el resentimiento en una escena: un hombre le pregunta a Tiberio: "¿Te acuerdas, César...?"; y el César le atajó sombríamente: "No, yo no me acuerdo de nada de lo que he sido." 

Marañón encuentra motivos para el resentimiento de Tiberio ya en su misma infancia. Su madre, Livia, abandonó a su padre para casase con Octavio Augusto. Las relaciones con su padrastro nunca fueron buenas, lo que explica que Augusto le designara como sucesor a regañadientes, y sólo tras la muerte de sus nietos Caio y Lucio. El mayor honor, el ascenso al trono imperial, es así para Tiberio el mayor motivo de resentimiento, pues se sabe él mismo la última opción.  

«Entre los pecados capitales no figura el resentimiento y es el más grave de todos; más que la ira, más que la soberbia», solía decir don Miguel de Unamuno. 

Y a raíz de esta frase sigue Marañón: 

“En realidad, el resentimiento no es un pecado, sino una pasión; pasión de ánimo que puede conducir, es cierto, al pecado, y, a veces, a la locura o al crimen. Es difícil definir la pasión del resentimiento. Una agresión de los otros hombres, o simplemente de la vida, en esa forma imponderable y varia que solemos llamar «mala suerte», produce en nosotros una reacción, fugaz o duradera, de dolor, de fracaso o de cualquiera de los sentimientos de inferioridad. Decimos entonces que estamos «doloridos» o «sentidos». La maravillosa aptitud del espíritu humano para eliminar los componentes desagradables de nuestra conciencia hace que, en condiciones de normalidad, el dolor o el sentimiento, al cabo de algún tiempo, se desvanezcan. En todo caso, si perduran, se convierten en resignada conformidad. Pero, otras veces, la agresión queda presa en el fondo de la conciencia, acaso inadvertida; allí dentro, incuba y fermenta su acritud; se infiltra en todo nuestro ser; y acaba siendo la rectora de nuestra conducta y de nuestras menores reacciones. Este sentimiento, que no se ha eliminado, sino que se ha retenido e incorporado a nuestra alma, es el «resentimiento»

El resentimiento es incurable. Su única medicina es la generosidad. Y esta pasión nobilísima nace con el alma y se puede, por lo tanto, fomentar o disminuir, pero no crear en quien no la tiene. La generosidad no puede prestarse ni administrarse como una medicina venida de fuera. Parece a primera vista que como el resentido es siempre un fracasado, fracasado en relación con su ambición, el triunfo le debería curar. Pero, en la realidad, el triunfo, cuando llega, puede tranquilizar al resentido, pero no le cura jamás. Ocurre, por el contrario, muchas veces, que al triunfar, el resentido, lejos de curarse, empeora. Porque el triunfo es para él como una consagración solemne de que estaba justificado su resentimiento; y esta justificación aumenta la vieja acritud. Ésta es otra de las razones de la violencia vengativa de los resentidos cuando alcanzan el poder; y de la enorme importancia que, en consecuencia, ha tenido esta pasión en la Historia.

….

Otros muchos rasgos caracterizan al hombre resentido. Suele tener positiva inteligencia. Casi todos los grandes resentidos son hombres bien dotados. El pobre de espíritu acepta la adversidad sin este tipo de amarga reacción. Es el inteligente el que plantea, ante cada trance adverso, el contraste entre la realidad de aquél y la dicha que cree merecer. Mas se trata, por lo común, de inteligencias no excesivas. El hombre de talento logrado se conoce, en efecto, más que por ninguna otra cosa, por su aptitud de adaptación; y, por lo tanto, nunca se considera defraudado por la vida. Ha habido, es cierto, muchos casos de hombres de inteligencia extraordinaria e incluso genios, que eran típicamente resentidos; pero el mayor contingente de éstos se recluta entre individuos con el talento necesario para todo menos para darse cuenta que el no alcanzar una categoría superior a la que han logrado, no es culpa de la hostilidad de los demás, como ellos suponen, sino de sus propios defectos. Envidia, odio y resentimiento

….

Es casi siempre el resentido, cauteloso e hipócrita. Casi nunca manifiesta a los que le rodean su acidez interior. Pero debajo de su disimulo se hace, al fin, patente el resentimiento. Cada uno de sus actos, cada uno de sus pensamientos, acaba por estar transido de una indefinible acritud. Sobre todo, ninguna pasión asoma con tanta claridad como ésta a la mirada, menos dócil que la palabra y que el gesto para la cautela. En relación con su hipocresía está la afición del resentido a los anónimos. La casi totalidad de éstos los escribe, no el odio, ni el espíritu de venganza, ni la envidia, sino la mano trémula del resentimiento. Un anonimista infatigable, que pudo ser descubierto, hombre inteligente y muy resentido, declaró que al escribir cada anónimo «se le quitaba un peso de encima»; me lo contó su juez. Pero, a su vez, el resentido, sensible a la herida de sus armas predilectas, suele turbarse hasta el extremo por los anónimos de los demás. 

 

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