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EL VIAJERO. Geografía íntima.

CANAPÉS, MÚSICOS, CONTRABAJOS Y ARISTÓTELES.

¿Cómo empaquetar una sinfonía?

Era uno de esos cocteles a los que no queda más remedio que ir pero en los que al final se conoce todo tipo de gente. La verdad es que al viajero le daba pereza ir solo y no le quedaba más remedio porque ella no estaba allí para salvarle. Ella siempre se supo desenvolver en los cócteles. Una noche se sentaron a cenar y ella le dijo que se había terminado. ¿Qué se ha terminado?, preguntó él. La paciencia. La paciencia de dar todo y no recibir nada, la confianza en el otro, el descubrimiento de que el otro no comparte tu vida. 

Ella había empaquetado todo su pasado y se lo había enviado dentro de una fría caja de cartón. Se había terminado la paciencia, pero no el amor. El amor no se acaba. El ser humano es el único animal capaz de amar y odiar al mismo tiempo, por eso la caja de cartón sólo tenía restos de paciencia. El viajero no envío nunca nada, ni paquetes ni nada, se lo quedaba todo, el amor, el odio, la paciencia, se lo quedaba todo para desmenuzarlo y descubrirse. Se quedaba con los recuerdos y creía haber encontrado el equilibrio entre la libertad y la igualdad que permite ser libres. El viajero no sabía que se había quedado con ella en un mundo irreal entre la realidad y el pensamiento. El viajero se quedaba con todo y sin ella saberlo viajó a su lado y escucharon juntos la misma música, las mismas canciones, el mismo ritmo vital. Seguían juntos y el roce de sus manos ausentes eran los únicos acordes que necesitaba el viajero. Y así, sin saber cómo meter sus lágrimas, sus recuerdos, en una caja de cartón y enviársela, llegó solo al cóctel en un sitio …

Había una bailarina que gesticulaba exageradamente como si hablase igual que bailaba. Un guitarrista escritor que primero deambuló por el mundo tocando la guitarra en la noche de ciudades europeas y que luego se hizo escritor para no olvidar. Había un hijo de alguien famoso que sabía de todo y que no había vivido de nada. Era el que más hablaba. Estaba el viajero que seguía escuchando, porque como decía Le Corbusier "la clave está en mirar, observar, ver, imaginar, inventar, crear". 

Mientras que pasaban las bebidas y los canapés, el guitarrita contaba que quería ser libre y lo dejó todo para aprender a tocar la guitarra y quiso alcanzar la libertad pudiendo trabajar allí donde quería estar. La libertad es un privilegio de unos pocos, pensó el viajero. 

Se preguntaba Aristóteles sobre la libertad de aquellos hombres que desde que se levantaban por la mañana tenían que trabajar para comer. ¿Podía ser libre el esclavo?. Si tienes que dedicarte únicamente a la subsistencia no hay libertad, no hay proyecto de vida. ¿Sería cierto?. Decía Aristóteles en su ética a su hijo Nicómaco que sólo puede ser virtuoso el hombre libre. Sólo el hombre libre llega a autoestimarse y cree tener un plan de vida que merece la pena. 

Pero de la libertad vino el orgullo, ese orgullo que se contrapone a la humildad y que tiene el hombre libre cuando toma conciencia de sí mismo. 

Y de la virtud vino el control de las emociones, tan lejos de la inteligencia emocional, tan lejos de lo espontaneo en el ser humano desde niño. Las emociones adecuadas en función de la ética. ¿Son gobernables las emociones?, ¿son pasiones?, ¿por qué somos tan vulnerables a nuestros deseos?. Aristóteles decía que sólo había dos virtudes que no eran innatas, por desgracia las más importantes, la sabiduría y la prudencia. 

Para Aristóteles no era virtuoso renunciar a lo espontaneo, como enfadarse, pero el hombre virtuoso debía aprender a enfadarse bien. 

¿Habría que cambiar el carácter para ser virtuoso?. No había respuesta, aunque la ética dice que sí, porque todo es educación y conocimiento de uno mismo. Pero ya dijo Montaigne que no hay métodos para aprender a vivir.

El viajero sabía que el papel de la ética era gobernar las emociones y que lo contrario sería el culto al yo, el triunfo de la subjetividad. El viajero no creía en el hombre que alcanza la síntesis de todas las virtudes, ese hombre que se sabe por encima de los demás, ese hombre que camina erguido y orgulloso, que no hace caso a los demás porque no les necesita, ese superhombre de Nietzsche. No creía en los hombres felices de haberse conocido, creía en los hombres virtuosos, orgullosos de si mismos, sabios porque conocen sus afectos y son capaces de controlarlos. 

El viajero sólo creía en los hombres que alcanzaban el ethos de Aristóteles, o esa sensación que provoca los diferentes estados de ánimo. Un yo variable como la música.

Decía el viajero que el ser humano y la música están íntimamente relacionados, por eso la música influye en los estados de ánimo. Y detrás de la música, detrás de la melodía, estaba la virtud, la armonía o el ritmo que toca la parte fisiológica emocional, por eso cada Ethos tenía su escala, armonía o ritmo.

Y el viajero disfrutó escuchando a aquellos que se liberan con la música y siguió comiendo canapés con el guitarrista, con la bailarina y con otros músicos que se quejaban de que en el aeropuerto les habían extraviado el contrabajo y que andaba por Centroeuropa. ¡No saben nada los contrabajos!, pensó el viajero, que andaba a medio camino entre el Ethos y un canapé. 

No paraban de comer canapés y entre semejante atracón decían que la música es uno de los caminos a la libertad y unos tocan la guitarra, otros bailan, otros escuchan, … otros no pueden empaquetar sus lágrimas y devolverlas en una caja de cartón. Por eso no son libres, porque están aprisionados al recuerdo de una noche escuchando una sinfonía de la mano de ella. Seguían juntos, sin ella saberlo, y el roce de sus manos ausentes eran los únicos acordes que necesitaba el viajero. Y así salió solo de un cóctel en un sitio donde arena y agua son una misma cosa. 
 
 

 

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