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HISTORIA - ARTE / Curiosidades
históricas. |
NO BASTA NO MENTIR
Es preciso, además, decir
la verdad. Unamuno
Miguel de Unamuno
Salamanca, febrero de 1908.
Mi religión y otros ensayos,
1910.
VERDAD Y VIDA
Uno de los que leyeron aquella mi
correspondencia aquí publicada, a la que titulé Mi religión,
me escribe rogándome aclare o amplíe aquella fórmula
que allí empleé de que debe buscarse la verdad en la vida
y la vida en la verdad. Voy a complacerle procediendo por partes.
Primero la verdad en la vida.
Ha sido mi convicción de
siempre, más arraigada y más corroborada en mí cuanto
más tiempo pasa, la de que la suprema virtud de un hombre debe ser
la sinceridad. El vicio más feo es la mentira, y sus derivaciones
y disfraces, la hipocresía y la exageración. Preferiría
el cínico al hipócrita, si es que aquél no fuese algo
de éste.
Abrigo la profunda creencia de que
si todos dijésemos siempre y en cada caso la verdad, la desnuda
verdad, al principio amenazaría hacerse inhabitable la Tierra, pero
acabaríamos pronto por entendernos como hoy no nos entendemos. Si
todos, pudiendo asomarnos al brocal de las conciencias ajenas, nos viéramos
desnudas las almas, nuestras rencillas y reconcomios todos fundiríanse
en una inmensa piedad mutua. Veríamos las negruras del que tenemos
por santo, pero también las blancuras de aquel a quien estimamos
un malvado.
Y no basta no mentir, como el
octavo mandamiento de la ley de Dios nos ordena, sino que es preciso, además,
decir la verdad, lo cual no es del todo lo mismo. Pues el progreso
de la vida espiritual consiste en pasar de los preceptos negativos a los
positivos. El que no mata, ni fornica, ni hurta, ni miente, posee una honradez
puramente negativa y no por ello va camino de santo. No basta no matar,
es preciso acrecentar y mejorar las vidas ajenas; no basta no fornicar,
sino que hay que irradiar pureza de sentimiento; ni basta no hurtar, debiéndose
acrecentar y mejorar el bienestar y la fortuna pública y las de
los demás; ni tampoco basta no mentir, sino decir la verdad.
Hay ahora otra cosa que observar—y
con esto a la vez contesto a maliciosas insinuaciones de algún otro
espontáneo y para mí desconocido corresponsal de esos pagos—,
y es que como hay muchas, muchísimas más verdades por decir
que tiempo y ocasiones para decirlas, no podemos entregarnos a decir aquellas
que tales o cuales sujetos quisieran dijésemos, sino aquellas otras
que nosotros juzgamos de más momento o de mejor ocasión.
Y es que siempre que alguien nos arguye diciéndonos por qué
no proclamamos tales o cuales verdades, podemos contestarle que si así
como él quiere hiciéramos, no podríamos proclamar
tales otras que proclamamos. Y no pocas veces ocurre también que
lo que ellos tienen por verdad y suponen que nosotros por tal la tenemos
también, no es así.
Y he de decir aquí, por vía
de paréntesis, a ese malicioso corresponsal, que si bien no estimo
poeta al escritor a quien él quiere que fustigue nombrándole,
tampoco tengo por tal al otro que él admira y supone, equivocándose,
que yo debo admirar. Porque si el uno no hace sino revestir con una forma
abigarrada y un traje lleno de perendengues y flecos y alamares un maniquí
sin vida, el otro dice, sí, algunas veces cosas sustanciosas y de
brío —entre muchas patochadas— pero cosas poco o nada poéticas,
y, sobre todo, las dice de un modo deplorable, en parte por el empeño
de sujetarlas a rima, que se le resiste. Y de esto le hablaré más
por extenso en una correspondencia que titularé: Ni lo uno ni lo
otro.
Y volviendo a mi tema presente,
como creo haber dicho lo bastante sobre lo de buscar la verdad en la vida,
paso a lo otro, de buscar la vida en la verdad.
Y es que hay verdades muertas y
verdades vivas, o mejor dicho: puesto que la verdad no puede morir ni estar
muerta, hay quienes reciben ciertas verdades como cosa muerta, puramente
teórica y que en nada les vivifica el espíritu.
Kierkegaard dividía las verdades
en esenciales y accidentales, y los pragmatistas modernos, a cuya cabeza
va Guillermo James, juzgan de una verdad o principio científico
según sus consecuencias prácticas. Y así, a uno que
dice creer haya habitantes en Saturno, le preguntan cuál de las
cosas que ahora hace no haría o cuál de las que no hace haría
en caso de no creer que haya habitantes en tal planeta, o en qué
se modificaría su conducta si cambiase de opinión a tal respecto.
Y si contesta que en nada, le replican que ni eso es creer cosa alguna
ni nada que se le parezca.
Pero este criterio así tomado
—y debo confesar que no lo toman así, tan toscamente, los sumos
de la escuela— es de una estrechez inaceptable. El culto a la verdad
por la verdad misma es uno de los ejercicios que más eleva el espíritu
y lo fortifica.
En la mayoría de los eruditos,
que suele ser gente mezquina y envidiosa, la rebusca de pequeñas
verdades, el esfuerzo por rectificar una fecha o un nombre, no pasa de
ser o un deporte o una monomanía o un puntillo de pequeña
vanidad; pero en un hombre de alma elevada y serena, y en los eruditos
de erudición que podría llamarse religiosa, tales rebuscas
implican un culto a la verdad. Pues le que no se acostumbra a respetarla
en lo pequeño, jamás llegará a respetarla en lo grande.
Aparte de que no siempre sabemos qué es lo grande y qué lo
pequeño, ni el alcance de las consecuencias que pueden derivarse
de algo que estimemos, no ya pequeño, sino mínimo.
Todos hemos oído hablar de
la religión de la ciencia, que no es —¡Dios nos libre!— un
conjunto de principios y dogmas filosóficos derivados de las conclusiones
científicas y que vayan a sustituir a la religión, fantasía
que acarician esos pobres cientificistas de que otras veces os he hablado,
sino que es el culto religioso a la verdad científica, la sumisión
del espíritu ante la verdad objetivamente demostrada, la humildad
de corazón para rendirnos a lo que la razón nos demuestre
ser verdad, en cualquier orden que fuere y aunque no nos agrade.
Este sentimiento religioso de respeto
a la verdad, ni es muy antiguo en el mundo ni lo poseen más los
que hacen más alarde de religiosidad. Durante los primeros siglos
del cristianismo y en la Edad Media, el fraude piadoso —así se le
llama: pia fraus— fue corriente. Bastaba que una cosa se creyese edificante
para que se pretendiera hacerla pasar por verdadera. Cabiendo, como cabe,
en una cuartilla del tamaño de un papelillo de fumar cuanto los
Evangelios dicen de José, el esposo de María, hay quien ha
escrito una Vida de San José, patriarca, que ocupa 600 páginas
de compacta lectura ¿Qué puede ser su contenido sino declamaciones
o piadosos fraudes?
De cuando en cuando recibo escritos,
ya de católicos, ya de protestantes —más de éstos,
que tienen más espíritu de proselitismo, que de aquéllos—
en que se trata de demostrarnos tal o cual cosa conforme a su credo, y
en ellos suele resplandecer muy poco el amor a la verdad. Retuercen y violentan
textos evangélicos, los interpretan sofísticamente y acumulan
argucias nada más que para hacerles decir, no lo que dicen, sino
lo que ellos quieren que digan. Y así resulta que esos exegetas
tachados de racionalismo —no me refiero, claro está, a los sistemáticos
detractores del cristianismo, como Nietzsche, o a los espíritus
ligeros que escriben disertaciones tratando de probar que el Cristo no
existió, que fue discípulo de Buda, u otra fantasmagoría
por el estilo—, esos exegetas han demostrado en su religioso culto a la
verdad una religiosidad mucho mayor que sus sistemáticos refutadores
y detractores.
Y este amor y respeto a la verdad
y este buscar en ella vida, puede ejercerse investigando las verdades que
nos parezcan menos pragmáticas.
Ya Platón hacía decir
a Sócrates en el Parménides, que quien de joven no se ejercitó
en analizar esos principios metafísicos, que el vulgo estima ocupación
ociosa y de ociosos, jamás llegará a conseguir verdad alguna
que valga. Es decir, traduciendo al lenguaje de hoy ahí, en esa
tierra, que los cazadores de pesos que desprecian las macanas jamás
sabrán nada que haga la vida más noble, y aunque se redondeen
de fortuna tendrán pobrísima el alma, siendo toda su vida
unos beocios; y siglos más tarde que Platón, otro espíritu
excelso, aunque de un temple distinto al de aquél, el canciller
Bacon, escribió que "no se han de estimar inútiles aquellas
ciencias que no tienen uso, siempre que agucen y disciplinen el ingenio".
Éste es un sermón
que hay que estarlo predicando a diario —y por mí no quedará—
en aquellos países, entre aquellas gentes donde florece la sobreestimación
a la ingeniería con desdén de otras actividades.
En el vulgo es esto inevitable,
pues no juzga sino por los efectos materiales, por lo que le entra por
los ojos. Y así, es muy natural que ante el teléfono, el
fonógrafo y otros aparatos que le dicen ser invención de
Edison —aunque en rigor sólo en parte lo sean de este diestro empresario
de invenciones técnicas— se imaginen que el tal Edison es el más
sabio y más genial de los físicos hoy existentes e ignoren
hasta los nombres de tantos otros que le superan en ciencia. Ellos, los
del vulgo, no han visto ningún aparato inventado por Maxwell, verbigracia,
y se quedan con su Edison, lo mismo que se quedan creyendo que el fantástico
vulgarizador Flammarión es un estupendo astrónomo.
Mal éste que, con el del
cientificismo, tiene que ser mayor que en otros en países como ése,
formados en gran parte de emigrantes de todos los rincones del mundo que
van en busca de fortuna, y cuando la hacen, procuran instruirse de prisa
y corriendo, y en países además donde los fuertes y nobles
estudios filosóficos no gozan de estimación pública
y donde la ciencia pura se supedita a la ingeniería, que es la que
ayuda a ganar pesos. Al menos, por lo pronto.
Y digo por lo pronto, porque donde
la cultura es compleja, han comprendido todos el valor práctico
de la pura especulación y saben cuánta parte cabe a un Kant
o un Hégel en los triunfos militares e industriales de la Alemania
moderna. Y saben que si cuando Staudt inició la geometría
pura o de posición esta rama de la ciencia no pasaba de ser una
gimnástica mental, hoy se funda en ella mucha parte del cálculo
gráfico que puede ser útil hasta para el tendido de cables.
Pero aparte esta utilidad mediata
o a largo plazo que pueden llegar a cobrar los principios científicos
que nos aparezcan más abstractos, hay la utilidad inmediata de que
su investigación y estudio educa y fortifica la mente mucho mejor
que el estudio de las aplicaciones científicas.
Cuando nosotros empezamos a renegar
de la ciencia pura, que nunca hemos cultivado de veras —y por eso renegamos
de ella— y todo se nos vuelve hablar de estudios prácticos, sin
entender bien lo que esto significa, están los pueblos en que más
han progresado las aplicaciones científicas escarmentándose
del politecnicismo y desconfiando de los practicones. Un mero ingeniero
—es decir, un ingeniero sin verdadero espíritu científico,
porque los hay que le tienen— puede ser tan útil para trazar una
vía férrea como un buen abogado para defender un pleito;
pero ni aquél hará avanzar a la ciencia un paso, ni a éste
le confiaría yo la reforma de la constitución de un pueblo.
Buscar la vida en la verdad es,
pues, buscar en el culto de ésta ennoblecer y elevar nuestra vida
espiritual y no convertir a la verdad, que es, y debe ser siempre viva,
en un dogma, que suele ser una cosa muerta.
Durante un largo siglo pelearon
los hombres, apasionándose, por si el Espíritu Santo procede
del Padre solo o procede del Padre y del Hijo a la vez, y fue esa lucha
la que dio origen a que en el credo católico se añadiera
lo de Filioque, donde dice qui ex Patre Filioque procedit; pero hoy ¿a
qué católico le apasiona eso? Preguntadle al católico
más piadoso y de mejor buena fe, y buscadlo entre los sacerdotes,
por qué el Espíritu Santo ha de proceder del Padre y del
Hijo y no sólo del primero, o qué diferencia implica en nuestra
conducta moral y religiosa el que creamos una cosa o la otra, dejando a
un lado lo de la sumisión a la Iglesia, que así ordena se
crea, y veréis lo que os dice. Y es que eso, que fue en un tiempo
expresión de un vivo sentimiento religioso a la que en cierto respecto
se puede llamar verdad de fe —sin que con esto quiera yo afirmar su verdad
objetiva— no es hoy más que un dogma muerto.
Y la condena del actual Papa contra
las doctrinas del llamado modernismo, no es más sino porque los
modernistas —Loisy, Le Roy, el padre Tyrrell, Murri, etc.— tratan de devolver
vida de verdades a dogmas muertos, y el Papa, o mejor dicho sus consejeros
—el pobrecito no es capaz de meterse en tales honduras—, prevén,
con muy aguda sagacidad, que en cuanto se trate de vivificar los tales
dogmas, acaban éstos por morirse del todo. Saben que hay cadáveres
que al tratar de insuflarles nueva vida se desharían en polvo.
Y ésta es la principal razón
por qué se debe buscar la vida de las verdades todas, y es para
que aquellas que parecen serlo y no lo son se nos muestren como en realidad
son, como no verdades o verdades aparentes tan sólo. Y lo más
opuesto a buscar la vida en la verdad es proscribir el examen y declarar
que hay principios intangibles. No hay nada que no deba examinarse. ¡Desgraciada
la patria donde no se permite analizar el patriotismo!
Y he aquí cómo se
enlazan la verdad en la vida y la vida en la verdad, y es que aquellos
que no se atreven a buscar la vida de las que dicen profesar como verdades,
jamás viven con verdad en la vida. El creyente que se resiste a
examinar los fundamentos de su creencia es un hombre que vive en insinceridad
y en mentira. El hombre que no quiere pensar en ciertos problemas eternos,
es un embustero y nada más que un embustero. Y así suele
ir tanto en los individuos como en los pueblos la superficialidad unida
a la insinceridad. Pueblo irreligioso, es decir, pueblo en que los problemas
religiosos no interesan a casi nadie —sea cual fuere la solución
que se les dé—, es pueblo de embusteros y exhibicionistas, donde
lo que importa no es ser, sino parecer ser.
He aquí cómo entiendo
lo de la verdad en la vida y la vida en la verdad.
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