VIAJE A LOS PIES DEL PADRE

Nemini Parco (no perdono a nadie).

Hay mujeres que marcan los días en sus viajes. Ese es el regalo. Estar allí cuando hay que estar. Por esa era un once de noviembre.

Despertó al viajero ante una inmensa pared de piedra. ¿Dónde estamos? 

El viajero no sabía ni donde estaba ni el motivo. Tampoco ella le dijo nada. A lo mejor ni siquiera ella sabía que estábamos a los pies del padre. 

Ella se dejaba llevar por el instinto, por el destino, como los antiguos caballeros que iban allá donde les quería llevar el caballo.

El monasterio se había construido utilizando como cantera una cercana ciudad romana abandonada. La ciudad romana había sido el centro minero del lapis specularis (yeso selenítico o selenita), ese yeso translúcido que hacía el modo de cristal en las ventanas hasta el siglo II. 

Luego te llevo a coger unos trozos de mineral, pero antes pasaremos por la ciudad romana. Eso no lo dijo, se lo callaba, porque nunca adelantaba sus planes o porque nunca tenía planes, no sabía, se dejaba llevar.

El viajero exigió un café de urgencia y bajaron por las calles encaladas a la plaza del pueblo. 

Tomando café se encontraron con caballeros de la orden de Santiago que iban preparados con sus vestimentas para un acto. Todavía se mantiene aquella orden de aquellos caballeros medievales que no podían repudiar a su esposa aunque no les diese hijo varón, algo normal en la edad media. Ese era el requisito para cumplir con el voto de castidad.

La orden se gobernaba por trece notables, y entre ellos nombraban al gran maestre. 

Trece, el número cabalístico de la orden. 

Ya empezaba a tomar forma el viaje. La casualidad de un café de mañana les había dado la pista de lo que realmente era el viaje, un viaje a los píes del padre.

Poco después, dentro del monasterio, se encontraron por sorpresa con una capilla en la que se recuerda al padre y al hijo. 

El padre del gran poeta castellano Jorge Manrique, Don Rodrigo Manrique de Lara, había sido maestre de la orden. 

No pasó a la historia por sus batallas, sino por los poemas de su hijo, que les escribió "Coplas por la muerte de su padre", la obra imprescindible de la literatura castellana y de la que Lope de Vega dijo que merecía estar escrita en letras de oro.

El viajero recordó el aviso de la muerte, Nemini Parco (no perdono a nadie), que acaban de ver en un medallón del refectorio.

Casualmente, o por esas sorpresas que regala el viaje, era un once de noviembre, el mismo día que murió Don Rodrigo, un once de noviembre de 1476.

El padre, Don Rodrigo, falleció víctima de un cáncer que le desfiguró la cara. Entonces, su hijo Jorge era un niño.

En su tumba, desaparecida, aparecía un epitafio:

Aquí yace un hombre
que vivo dejó su nombre

Su único deseo durante su agonía fue que le enterrasen a los pies de su padre.

El deseo de todo buen hijo. 

Así se hizo, en este monasterio al que llaman el Escorial de la Mancha, el monasterio de Uclés.