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23 de febrero de 2018

VIAJE A LAS MINAS DE PIEDRA

A los que hacen familia picando piedra.

El día era gris y frio. Se perdieron en medio de un paisaje desértico con color a yeso. Encontraron a un brujo que les mandó a la fuente de los olivos. Cuando llegaron se encontraron en un lugar repleto de olivos centenarios desde donde se veían a lo lejos los rascacielos de la gran ciudad.

Les salió al paso un hombre joven que les habló de las antiguas canteras. Subieron la montaña y se encontraron con unas minas abandonadas, una especie de cuevas artesanales donde entraban los hombres del pueblo a picar piedra. Sin ninguna seguridad, sólo con un pico y toda la necesidad del mundo.

Viajar es trasladarse en el tiempo. Viendo aquellas cuevas en la roca sintieron el miedo de aquellos hombres que se adentraban en su interior con un pico, un candil y todo un día por delante para arañar algo de sustento a la montaña.

Sobre la montaña, sobre las minas abandonadas, un campo de cereales que empezaba a reverdecer. A través de los pinos se empezaba a filtrar algo de luz. Las gentes del sur no sobrellevan los días sin luz.

La tierra era de color marrón oscuro y húmedo. Todo estaba repleto de piedra caliza. Esa piedra cubría todo el pueblo, la iglesia, la plaza mayor, las aceras. Era un mundo de piedra caliza.

Comieron en el pueblo al lado de un brujo centenario que celebraba su cumpleaños con sus bisnietos en brazos. Seguramente era uno de los canteros de las minas abandonadas. En el pueblo no había otra cosa. La mina le había dado toda una familia que llenaba varias mesas.

La tarde fue cafetera en un antiguo claustro del pueblo de la gran plaza de arena. 

Estaban cerca pero los viajeros siempre están lejos. 

Llegó la noche, iluminaron la plaza, cayó el frio del invierno y se sintieron rodeados de piedra, de la misma piedra de las minas de la montaña. 

Cada piedra tenía una historia que contar, un golpe seco del pico del minero que la arrancó de la montaña. 

Cada relieve contaba el golpe certero del maestro cantero que la dio esa forma con la que ahora luce sobre una columna de la plaza. 

Y todas las caras que recordaban las piedras tenían un mismo rostro, el rostro del hombre centenario de la casa de comidas. 

Era un hombre con cataratas, con el rostro curtido, con los brazos fuertes, con sus bisnietos seguros sobre sus piernas. Un hombre con un siglo a sus espaldas, la fuerza de un titán y la mirada orgullosa del padre que picando piedra pudo crear una familia tan extendida.

Cada cosa estaba en su sitio, la piedra sobre las columnas, el hombre centenario como columna de los suyos, los turistas paseando por la plaza sin saber escuchar a las piedras. 

Cada cosa estaba en su sitio, menos ellos, que andaban en silencio bajo las farolas por las cuestas empedradas de un lugar mágico.
 


 

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