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15 de junio de 2018

VIAJE AL LOCO BAILARÍN

Al reírnos todos somos un poco locos.

A nadie le importan los locos, son seres de otro mundo que siempre llevan la sonrisa puesta.

Sólo por eso, por aquella sonrisa perpetua, al viajero sí que le importaban los locos. 

¿Quién está verdaderamente loco, ellos o los que se dicen cuerdos? Si una cigarra se transformase en hormiga sería la hormiga loca del hormiguero. Si una hormiga se convirtiese en cigarra, sería la cigarra loca del cigarral. Esas cosas decía el viajero.

Era una tarde lluviosa de primavera. Viajaban sin rumbo por la meseta y pararon en un pueblo medieval. Locos que huyen del tiempo y de sus lugares. ¿No son eso los viajeros? Ella le miraba pero no siempre le escuchaba.

Pasaron a escuchar un concierto de música del siglo pasado, que es ese siglo en el que los cuerdos creen que todo tuvo que haber sido peor porque no es nuestro siglo. 

El lugar había sido una antigua iglesia románica de piedra rojiza. 

Los músicos, de esos músicos que deambulan por los pueblos robando melodías olvidadas a las viejas y que luego quieren, sin éxito, resucitar en un siglo equivocado.

A ritmo de jotas y pasadobles el loco del pueblo se puso a bailar. Nadie le miraba, como si fuese transparente. 

Sólo el viajero se fijó en su sonrisa, en lo acompasado de su ritmo, de sus saltos al compás de la música, del miedo de los niños asustados por sus danzas, de su cara sonriente y ausente, de su grito de despedida para todos, como si todos le hubiesen acompañado.

El loco desapareció y se llevó la música. Nadie bailó. Un cuerdo muy cuerdo le dijo a un músico que allí no se bailaba porque un día fue una iglesia. Los cuerdos se quedaron solos escuchando las gaitas de los músicos. Menos mal que los músicos no eran del todo cuerdos y contaban sus locuras deambulando por los pueblos. Al escucharlas todos reían y al reírnos todos somos un poco locos.
 


 

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