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4 de octubre de 2019

VIAJE A UNA CUIDADORA

Ella mi cuidadora, yo su cuidador.

Al viajero no le gustaba la palabra pareja. Le sonaba a pareja de bueyes, unidos a la fuerza por una yunta. 

Le gustaba la palabra cuidador.

Al viajero no le gustaban las palabras que recordasen a contratos, a leyes, a formalismos, a relaciones que no caben ni en las palabras antiguas ni en las nuevas.

El viajero decía que hay palabras que están por encima de las leyes, como la palabra cuidado.

Decía que la relación entre un hombre y una mujer sólo tenía un nombre posible: cuidadores.

Un día una mujer recibió un mal diagnóstico médico. Al despertar encontró sobre la mesa del salón una carta de despedida y un armario sin ropa. Un hombre, al que llamaba por todas las palabras antiguas y legales, se había dado a la escapada. No quería cuidar.

Un amigo del viajero volvió a su casa tras la quimioterapia y se encontró con una maleta preparada para se fuese a un hotel. Acababa de tener un hijo con aquella mujer a la que llamaba por todas las palabras antiguas y legales.

Otra mujer tuvo la misma enfermedad y el hombre que había a su lado lo dejó todo para acompañarla en la enfermedad. 

Ese hombre era el viajero al que le gustaba que le llamasen cuidador. Y le gustaba porque sabía que era lo único que había hecho en la vida que merecía ser recordado. Y le dolía no haber sido más cuidador con otras personas a las que les debía todo.

Pasaron los años y un día comprendió el sacrificio que supone cuidar y le prometió a su cuidadora que si enfermaba desaparecería, que ella siguiese viviendo. 

El viajero se sabía viejo y cansado, incapaz de retornar los cuidados que recibiría y no quería ser una carga.

El viajero no decía palabras viejas. 

Ella mi cuidadora, yo su cuidador.
 


 

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