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11 de diciembre de 2019

VIAJE AL COLOR NARANJA

Todos esos momentos mezclados es a lo que llamamos vida.

Ella huía del frío y le llevó a la estación de trenes para subirse a cualquier cosa que bajase al sur. 

Había habido varios días grises seguidos y necesitaba escaparse a ver buganvillas y jazmines en flor.

Cuando llegaron las naranjas estaban en su plenitud y cegaban la vista. 

Las calles estaban llenas de naranjos a modo de lunares sobre un fondo verde oscuro.

Uno cerraba los ojos después de aquel fogonazo de luz y lo veía todo de color naranja y verde.

La naranja es la tristeza
del azahar profanado,
pues se torna fuego y oro
lo que antes fue puro y blanco.

García Lorca. Años 20 de otro siglo.

Por una vez en la vida ella prefirió no volver a jugar con la suerte y reservó un hotel.

El viajero no sabía nada pero cuando llegó reconoció el hotel. Entonces recordó la vista e intentó repetir habitación, pero por fortuna no fue posible. El viajero no sabía que la vista iba a ser mejor, como pasa con todo con el paso del tiempo, cuando se aprende a mirar y a dejar a cada viaje con su vista.

Aquella ciudad había sido muy viajada. En la juventud, el viajero acudió sin éxito a un examen. Con los años el viajero no recuerda el fracaso, sino lo que se aprende de las derrotas. Los fracasos se empequeñecen con la distancia.

En la madurez llevó a pasear por su río y a comer pasteles a una mujer anciana que le había dado todo. En otras ocasiones simplemente paró de paso. Otras veces descubrió la ciudad a gentes de países del norte. Era una ciudad que se enseña como a una novia guapa, para dar envidia.

Pero este viaje sabía que era especial. Ya no había prisas y esta era una ciudad de rincones que odiaba a los que la miraban con prisas. A las ciudades, como a las mujeres, se las mira y se las admira, y esto no es posible con prisas.

De día vieron los palacios árabes, por la tarde pasearon por los jardines, anduvieron y desanduvieron las mismas esquinas, bebieron té y comieron pasteles, y de noche escucharon flamenco sin micrófonos en una antigua carbonera. De nuevo el color naranja en el traje de lunares con el que la bailaora marcaba los ritmos del quejío.

De madrugada subieron a una terraza desde la que se veía toda la ciudad iluminada. El minarete, la catedral, las callejuelas blancas.

Había llovido y lo solucionaron dando la vuelta a los cojines de los sofás de la terraza. Se quedaron solos ante la ciudad, sin prisas, remirando, admirando el color naranja de los ladrillos viejos iluminados.

¿Qué quieren beber? Lo que sea de color naranja.

Hay ciudades muy viajadas, pero cada viaje, cada momento de la vida es único. Todos esos momentos mezclados es a lo que llamamos vida.
 


 

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