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23 de diciembre de 2019

VIAJE A TENEMOS QUE VOLVER

Cuesta aterrizar cuando te caes de una palmera.

Tenemos que volver.

Lo peor de algunos viajes es que cuando vuelves no despiertas viendo el amanecer tras las palmeras.

Donde hay una pared, que es el símbolo de la limitación del día a día, había un amanecer rojizo, un inmenso mar anaranjado, acantilados y montones de palmeras frente al balcón. Uno cierra los ojos y lo vuelve a ver igual pero falta el aroma a sal.

Era un sitio mágico. Acantilados gigantescos de roca marrón acristalado sobre un mar azul transparente. 

Vino blanco, pulpitos a la brasa, arroces, viento y sol de un invierno generoso en la mesa en una terraza de chiringuito. 

En lo más alto, de espaldas al faro, tras la tapia, una vista vertiginosa de tantos acantilados que no se alcanzan con la vista. 

Sobre aquellos acantilados una delgada tapia encalada que parecía de papel y que no alcanzaba a la cintura. A un lado, el vacío sobre el mar desde cientos de metros, al otro, una pequeña mesa con ella bebiendo algo rojo. 

Todo a punto de seguir volando sobre el mar hasta llegar a las islas que se divisan al fondo los días claros.

El viajero se la llevo de la mano hasta una paellera de arroz con sepia y alcachofas con dos tenedores y dos copas de vino blanco seco y helado.

Era como estar volando con una paellera como volante.

Ella había descubierto su paraíso. Tenemos que volver. Pero si acabamos de llegar. Sí pero es el sitio.

De noche cenaron junto a una iglesia gótica donde casualmente estaba cantando una coral. A veces el cuerpo prefiere el pulpo a la brasa a las voces musicales. A veces es al revés. Cada día es diferente, cada viaje es otra cosa.

Este era el viaje del pulpo, del arroz, de las verduras a la brasa, del vino blanco seco y helado, del sol de invierno, de las palmeras, de las rocas y los acantilados. Ella se sentía descubridora de un paraíso. Era su sitio y se notaba que estaba descansando, disfrutando, alargando el día. Tenemos que volver.
 


 

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