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26 de agosto de 2019

VIAJE A LAS ABADÍAS

Los fuegos de un mundo real con los ojos puestos en un mundo iluminado por las velas.

El viaje empezó en un pueblo medieval. El viajero se empeñó en desayunar en un lugar que conocía, de los de siempre, donde se reunían los del pueblo, donde las mesas servían más para jugar a las cartas que para sostener los cafés. Apenas había nada de comer. Ella le miró perdonándole la vida pero aceptó resignadamente a quedarse sin desayunar.

Llegaron a otro pueblo y visitaron su catedral. El santo del pueblo, representado por una imagen antigua, cogía a un hombre por debajo de la mano, justo a la altura del pulso.

Cuando decimos ¿en qué te puedo ayudar?, lo decimos con los ojos llenos de cosas. Te doy pan, te doy dinero, te doy cosas. El santo no tenía nada que dar. Nada de esas cosas. Pero tenía tiempo. La estatua representaba que no cogía por la mano al necesitado, sino por el corazón, el pulso, la vida. ¿Qué te pasa?, ¿cómo está tu corazón?, ¿qué necesita?, ¿cómo te puedo ayudar en tu vida? 

Se miraron a los ojos. Ella tenía los ojos verdes. El viajero cogió su mano por el pulso. El viajero que tanto había recibido, que tan poco había dado, quería decir que sabía que podía dar más.

Así, de la mano, subieron a las fortalezas de aquella catedral. A lo lejos, los viñedos, las montañas, los monasterios a donde se dirigían.

Ella había preparado tres deseos, como los genios de la lámpara mágica. Una noche en un lugar lleno de historia y piedra caliza, un monasterio primitivo que desparecería y otro monasterio gótico a la luz de las velas.

El primer monasterio era de la primera época del cristianismo. En lo alto de una montaña repleta de avellanos, hayas y robles, un ermitaño se refugió en una cueva. Llegaron más ermitaños y colocaron algunas columnas frente a la cueva. Las paredes eran la roca de la piedra, la misma tierra. Pintaron las paredes, pero llegó un intolerante de los que creen que el mejor modo de conquistar es destruir lo que había antes de ellos y lo quemó. 

El ermitaño se hizo famoso. El obispo le pidió que bajase de la montaña y se hiciese párroco del pueblo. El ermitaño aceptó pero el obispo no tardó en despedirle porque se dedicó a dar a los pobres todo lo que recibía. Así que se volvió a la montaña hasta superar la centena de años. Luego le hicieron santo los mismos que le despidieron por haberlo dado todo a los pobres. 

Como el monasterio está en el borde la montaña no hay forma de sujetarlo y se sabe que acabará cayéndose. Todo acaba desapareciendo, pero aquí se sentía más esa sensación de fragilidad, de saberse viajero del tiempo, de impotencia ante el destino.

Anduvieron por el bosque subiéndose a las cuevas y acariciando las hayas y los avellanos. Ella abrazaba los árboles o se abrazaba a ellos, nunca lo supo el viajero.

El sol se fue de golpe tras una de las altas montañas que rodeaban completamente aquel lugar como si fuese un círculo mágico atravesado por el río.

Es la hora, le dijo ella. Nos espera la oscuridad en el otro monasterio.

Cuando llegaron al monasterio gótico se encontraron con las fachadas iluminadas. El color de la piedra era otro. La noche lo transforma todo.

Al entrar al monasterio se empezó a escuchar música gregoriana. La única luz era la cientos de velas en el suelo, en las mesas, en el claustro, en la iglesia, en los pasadizos. Todos andaban en silencio. A veces el viajero murmuraba algo porque no sabe estar callado. Ella le apretaba la mano y seguían andando entre las velas. 

El viajero le apuntaba un círculo a la entrada de la iglesia. En el equinoccio de primavera el sol lo atraviesa un instante para marcar el centro exacto de la iglesia. 

La luz del sol y la luz de las velas.

Se habían ido al mundo de las velas hasta que salieron del monasterio y conectaron los teléfonos. Entonces se hizo la luz del sol. El mundo había explotado fuera y ellos sofocaban por teléfono los fuegos de un mundo real con los ojos puestos en un mundo iluminado por las velas.
 


 

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