VIAJE AL ÚLTIMO DÍA DEL VERANO

¡Cuántos tesoros, cuántos viajes para recordar!

A veces las personas se unen a un árbol. Crean un vínculo mágico reservado a ese único árbol y lo abrazan y lo tocan como si el árbol fuese humano.

En un viaje a norte América, el viajero visitó a las tribus de las reservas y supo que los indios permanecían mucho tiempo tocando el tronco de un árbol. Luego lo volvió a ver en el Himalaya en la India, y luego escuchó de otros viajeros que también lo hacían algunas tribus africanas subsaharianas. Es algo universal, son uniones mágicas entre los hombres y los árboles.

Durante todo el verano, al llegar la noche, el viajero se había despedido de unos árboles que tenían nombre y apellidos. 

El viajero se quedaba solo en la oscuridad de la noche, entonces se acercaba a los árboles y se despedía de ellos hasta el próximo día removiendo sus hojas.

Cada árbol representaba una persona. Los plantó pensando en ellos y no puede mirarlos sin pensar en las personas a las que representan. 

Cada noche repetía el ceremonial antes de irse a dormir. No importaba lo tarde que volviese.

Cada día sentía como se iba consumiendo el verano, como se evapora el tiempo.

Así llegó al último día del verano. El temible día que tiene que llegar y que es inevitable. El día de equinoccio en el que el sol se esconde justo por la cumbre de la montaña mágica y gigante de las aguas.

Se acercó a los árboles y les dijo bajito: es la última noche, se ha ido el verano y no sabemos los que nos quedan. 

Año tras año repitió el mismo ceremonial. Cada año, un verano menos por delante, un verano más en la mochila de la vida. ¡Cuántos tesoros, cuántos viajes para recordar!

Vivimos sabiendo que habrá un último día. Un último viaje. 

¡Cuántos tesoros, cuántos viajes para recordar!