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27 de enero de 2020

VIAJE AL TEATRO

El teatro de la vida.

El viajero siempre fue de teatro. Ya de jovenzuelo iba de clac con entradas compradas en los baretos cercanos a los teatros. Las vendían unos individuos singulares a un puñado de jóvenes a los que se les advertía claramente de cómo y cuándo aplaudir. Tiempos atrás se hizo rendir cuentas a los que se olvidaban.

Así, de clac, fue muchas veces. Aplaudió siempre aunque a veces costaba ser el único que aplaudía. Pero siempre aplaudió convencido porque delante estaban los actores y él admiraba este arte.

El abuelo del viajero fue escritor de teatro y seguramente por eso venía la afición, el respeto por las historias habladas, interpretadas, contadas, gesticuladas, lloradas, reídas, sentidas. 

En el teatro no hay repeticiones, no hay trampa ni cartón. Hay unos extraños que vienen de la calle y a los que otros extraños logran convencer en una hora de que lo que ven es real, tan real como el teatro de la vida.

En sus viajes siempre quedó tiempo para el teatro. El dinero juvenil siempre es escaso pero Nueva York y Londres tenían ventas de últimas entradas sueltas, lo demás era tener buenas piernas para correr entre las limusinas y coger el asiento antes de que cayese la lámpara del fantasma de la ópera. 

¡Qué musicales!, decía el viajero décadas después.

Pero a veces el teatro era más que teatro. Era cuando veía a los grandes. Aquellos octagenarios que seguían llenado los teatros y enseñando lo que es verdadero teatro.

Entonces la palabra escrita se dice y se oye con el mismo acento con que nos escuchamos cuando leemos un libro a escondidas. Nada es fingido, todo es natural, todo es gran teatro.

El viajero se emocionaba y se le saltaban las lágrimas. Ella le miraba de perfil haciendo que no miraba. 

En aquellos momentos, el viajero se sentía como si estuviese ante uno cuadro del gran museo o ante un paisaje repleto de montañas, se iba, se entregaba, saboreaba un arte eterno, el teatro de la vida. 
 


 

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